Había aprendido a vivir con ese rumor eterno en mil y un idiomas cada vez que salía a pasear por su ciudad natal, incluso, acabó por detestar las épocas frías en las que la rutina se apoderaba de Lisboa y desaparecían las miradas curiosas y los andares perdidos. Sin embargo, hasta entonces, nunca se había planteado aprender español.

Era una tarde soleada de esa semana mágica en la que claveles rojos inundan las calles y fotos en blanco y negro ilustran el sentimiento de orgullo latente de los ancianos y de consumo en la ambición de los más jóvenes. Ella, sin nada más que un libro bajo el brazo, caminaba a trompicones por una larga calle adoquinada, distraída intentando distinguir la fina línea que separa en el horizonte el cielo limpio del agua cristalina del río. Menos relajado, un joven de piel morena subía entre sudores la misma cuesta, asfixiado en la luz de aquella tarde de abril, usando un libro como escudo contra el sol. Chocaron. Y sin más contacto que una mirada de disculpa, cada uno recogió su libro del suelo y siguió su camino, pero perdidos.
Ella, cuando por fin pudo sentir el frescor de la brisa empujada por el agua, aún ahogada en los ojos marrones con los que se acababa de tropezar, se dejó caer en el suelo y comenzó a leer; sólo entonces se dio cuenta de que aquél no era su libro. Había oído hablar de Gabriel García Márquez pero nunca se había encarado con una de sus obras, y aun así, una extraña fuerza la obligó a leer. Y leyó; tanto, que creyó haber aprendido español en unos días…tanto, que sospechaba haberse enamorado de los ojos que le habían concedido aquel placer.

Unas semanas más tarde —quizás meses—, el destino quiso que los dos jóvenes se volvieran a encontrar en un mercado, entre libros viejos y postales escritas. Ella, que había dibujado en sueños los rasgos que era incapaz de recordar de aquel desconocido, se acercó a él, firme y convencida, y le dijo con un suave acento portugués lo único que se veía capaz de articular correctamente en español: —Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Y él, como es obvio, se enamoró. 

Cita: Cien Años de Soledad, Gabriel García Márquez

Modelo y texto: Marilyn dos Santos
Fotografía: Yasmin Ferreras