La familia supo de su extraño poder cuando él apenas podía caminar con paso torpe.
Pronto caerían en la cuenta de los problemas que aquello les traería.


Nació sin escogerlo, delicado como un diente de león, transparente como las cristalizas aguas de un manantial, con un aura de serenidad a su alrededor que apaciguaría a la más salvaje de las fieras. Su madre lo cogió tiernamente en brazos, aún exhausta, y esperó a que aquella delicada criatura abriera sus ojos para dedicarle una primera mirada. Un vuelco al corazón la sobresaltó y, por un instante, temió por la vida de aquel ángel, pero, entonces, el niño abrió los ojos. De repente, entre la euforia y la conmoción, la madre comenzó a sentirse perdida en la inmensidad de aquella sala blanca, ahogada en el olor a limpio; se acurrucó en la cama asustada y pidió desconsoladamente que apagaran las luces, escondió la cabeza entre sus rodillas y lloró. Tardó semanas en recuperarse de aquel extraño ataque de agorafobia; ningún médico encontró una explicación coherente.
Durante las semanas siguientes, las súbitas embestidas emocionales comenzaron a asaltar a toda la familia: sentían un miedo desmedido ante la soledad, se desorientaban en su propia casa, sufrían enajenaciones constantes frente al televisor, la sensación de hambre se apoderaba de ellos y el sueño se le había vuelto extremadamente ligero. Pero, a veces, estas arremetidas no eran tan desagradables, de hecho, saboreaban la más dulce satisfacción por logros tan insignificantes como levantarse cada mañana de la cama y reían hasta caer rendidos sin acordarse del porqué.
Pasarían meses hasta que el abuelo —un hombre bronceado por el sol del trabajo, de pelo gris brillante, fuerte y abundante y pequeños dientes blancos y perfectamente alineados— augurara el destino del pequeño: este niño, con su mirada y nada más, matará a una pobre muchacha de amor, dijo.


A medida que aquel extraordinario fue creciendo, iría aprendiendo poco a poco a controlar su poder, que no era otro que transmitir con el simple golpe de luz verde de sus ojos, todo lo que él mismo sentía en ese instante —pero magnificado hasta unos niveles insufribles—. Al principio se acostumbró a caminar siempre cabizbajo, a hablar con la gente fijando un punto en su hombro derecho y a ver la vida pasar tras el cristal tintado de sus gafas de sol. Sin embargo, ni él ni su entorno sabría vivir mucho tiempo sin aquellos preciosos ojos felinos; entonces, se embarcó en una meta mucho más complicada: dejar de sentir.
Parecerá increíble, pero aquel joven, en plena ebullición de emociones, lo consiguió, fue capaz de controlar todo lo que sentía sacrificando su sueño —pues tendría que pasar las noches en vela llorando, riendo, temblando y soñando—.

Pero, un buen día, ella se cruzó en su camino.
Parecía una niña, con el cuerpo huesudo y las curvas de su feminidad aún por despuntar, sus ojos almendrados y brillantes hacían juego con su boquita carnosa y la gracia de su barbilla, y el modo en que caminaba recordaba al paso divertido de un pajarillo. Algo en aquella joven le hizo perder los estribos, y entonces, sintió. Como imantadas, sus miradas se mantuvieron la una en la otra hasta que, sin poder mediar palabra, ambos se fundieron en un beso eterno que agotaría hasta la última brisa de vitalidad en aquel cuerpo pequeño y escurridizo.



Y así fue, la profecía del abuelo se cumplió. 


Fotografía: Yasmin Ferreras
Modelo: David Redondo

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