El lunar es el punto final del poema de la belleza.
Ramón Gómez de la Serna


“Soy liviana. Apenas peso lo que una hoja de papel. Camino mecida por sus miradas firmes, así como mis pasos, que se clavan en las tablas con fuerza, pero sin dejar huella. Ni el más recóndito canto de mi cuerpo duerme, porque está en alerta, escuchándoles respirar en silencio. No les veo. La luz me ciega. Pero están ahí. Y todo, gracias a ese punto en el infinito del que brota la cuerda invisible que me mantiene en pie y con la cabeza erguida. Un punto. Principio y final”.

Cada vez que salía a los escenarios se lo decía a sí misma una y otra vez: “Soy liviana… No les veo… Un punto. Principio y final”. Como si de la receta de un encantamiento mágico se tratara, casi una conjura, o más bien una especie de fórmula secreta para su metamorfosis. En cuestión de segundos, pasaba de insegura y huidiza a infalible y explosiva, o lo que es lo mismo, de montaña en reposo a volcán en erupción.
Pero era una pena porque, cuando se cerraba el telón, cuando se apagaban los focos y el murmullo del público se perdía en las calles, aquel hilo transparente que atravesaba a la actriz de la cabeza a los pies y la sostenía en su ligereza, simplemente, se difuminaba. Y el punto imaginario desde el que se dibujan las dramaturgias desaparecía en la oscuridad de un teatro vacío. El volcán volvía a enfriarse.
“¡Si no es más que un punto!”, se gritaba indignada cuando sentía como se desinflaba al tiempo que la obra llegaba a su fin. Y cada noche se prometía convencida: “¡Mañana seré un volcán en erupción!”. Pero, al día siguiente, nada. Seguía sin escupir lava, continuaba siendo montaña en reposo. 


Hasta que apareció él. Él y sus puntos. Decenas de ellos.
En el mismo instante en el que sus pieles se encontraron quiso besarle, pero aún más anudar a todas y cada una de sus pecas un montón de cuerdas invisibles de las que colgarse y dejarse llevar para siempre. Pero, sobre todo, deseó como nunca antes había deseado nada, agarrarse al lunar que rozaba sus labios —punto final del poema de la belleza— y convertirlo en su vértice de equilibrio. En su principio y su final.

Entonces, fue volcán. 



Fotografía: Yasmin Ferreras

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