Clara me eludía con ese aire distraído que acabé por detestar. No puedo comprender lo que me atraía tanto de ella. Era una mujer madura, sin ninguna coquetería, que arrastraba ligeramente los pies y había perdido la alegría injustificada de su juventud. Clara no era seductora ni tierna conmigo. Estoy seguro de que no me amaba. No había razón para desearla de esa forma descomedida y brutal que me sumía en la desesperación y el ridículo. Pero no podía evitarlo.

La casa de los espíritus, Isabel Allende




          Un montón de dolores en llamas y de suspiros perdidos en su intento por escapar
de aquel cuerpo frío formaban en su garganta una barrera nauseabunda y asfixiante. Se escabulló entre las sábanas y cerró los ojos con tanta fuerza que un intenso dolor de cabeza le sumió en la inconsciencia y un bucle de malos sueños le atrapó durante horas.

          Estiró los brazos y las piernas intentando encontrar el final de aquella horrible
cárcel de paredes acolchadas; llegó a sentir el chasquido de sus articulaciones saliéndose de su sitio, pero fue incapaz de alcanzar el suelo. Volvió a cerrar los ojos y apretó tanto los dientes que notó como su mandíbula se resquebrajaba.

          De repente, un silbido de aire frío pareció devolver todo a la normalidad; pudo
levantarse y, descalzo, salió a la calle para sentir la rugosidad de la calzada y el asfalto bajo sus pies. Pero no fue así; al abrir la puesta una ráfaga húmeda de espiritualidad y magia le sobrecogió. A su alrededor, un montón de altas y polvorientas estanterías vacías reposaban sobre una mullida alfombra de hierva mojada formando un enrevesado laberinto.

          Caminaba resignado perdido en la nada cuando su camino empezó a estrecharse.
Asustado, trepó por los estantes hasta alcanzar el más alto de todos ellos. Allí, de pie y a lo lejos, acariciando con el pelo las estrellas, intuyó una silueta: era ella. Corrió, lloró, suplicó y cuando por fin llegó a sentir su calor, se lanzó a abrazarla. Cayó. Se había difuminado. Lloró desconsoladamente durante horas y pensó: ―No hay razón para desearla de esta forma descomedida y brutal que me sume en la desesperación y el ridículo; pero no puedo evitarlo.


Modelo: Raquel
Fotografía: Yasmin Ferreras

Estás loco, pero te diré un secreto: sólo las mejores personas lo están.

Alicia en el País de las Maravillas
  
       Los constantes encuentros entre desconocidos en rincones tan sórdidos como el vagón de un metro son, sin duda, un pellizco de la magia que envuelve a las grandes ciudades y, a su vez, uno de sus mayores desencantos.

      Por suerte o por desgracia, últimamente tengo pocas oportunidades de alimentarme de esas vidas extrañas y de esos rostros sin nombre que tantas historias han protagonizado en mi cabeza, pero, al menos en mi recuerdo, siguen grabados un montón de títulos en tapas de libros usados, mil miradas cansadas y millones de zapatos de todas las formas y colores. 

      Entre todo ese amasijo de imágenes borrosas, encuentro uno de los besos más verdaderos que he presenciado en mi vida: dos jóvenes voluptuosos y de risa descontrolada, desaliñados y profundamente unidos, como fundidos el uno en el otro; él ciego pero su mirada desbordante de amor, ella de ojos brillantes pero su mirada ciega de felicidad. 
        
      Tarareos y tímidos contoneos, cabeceos y bostezos, furtivas miradas de deseo y coquetas sonrisas de acuerdo, discusiones al teléfono y carreras contra el tiempo, música en directo y gritos desacordes de embriaguez. Pero sobre todo, locos, muchos locos; entre ellos, una que describe en su cuaderno torpe y apresuradamente el ambiente desordenado de ese encuentro de vidas inesperado.

Foto: Yasmin Ferreras, 2012. 
          Dice el maestro:
       Cuando presenciamos que ha llegado la hora de cambiar, comenzamos, inconscientemente, a repasar la película de nuestras derrotas hasta ese momento. Está claro que, a medida que envejecemos, nuestra cota de momentos difíciles es mayor. Pero, al mismo tiempo, la experiencia nos ha dado medios para superar estas derrotas y encontrar el camino que nos permite seguir adelante. También es preciso poner esta película en nuestro vídeo mental. Si sólo vemos la película de las derrotas, nos quedaremos paralizados. Si sólo vemos la de la experiencia, acabaremos creyéndonos más sabios de lo que realmente somos. Necesitamos las dos películas.
Paulo Coelho, Maktub
       Seguramente, el peor momento que alguien puede almacenar en la secuencia de recuerdos que se amontonan en su memoria sea el de la muerte.
         Hace cosa de un año, una de esas tardes otoñales en las que el frío y la humedad se te clavan en los huesos, entre la confusión y el furor del corazón de Madrid, alguien me concedió unas tristes pero esperanzadoras palabras. Era un hombre sosegado y firme, abierto y amable, perspicaz y sumamente sensible; un perfecto embaucador.
         En un ambiente romántico, de subjetivismo y pasión, en una atmósfera sórdida y acogedora a la vez, aquel poeta me dijo que la muerte no existe. Y me lo dijo sin vacilar: “La vida es una especie de reciclaje constante; nada se extingue en la Tierra y en el Universo, todo va tomando nuevas formas (…) Es hermoso lo que nos ha tocado vivir, pero más hermoso es saber que es un ciclo continuo: somos bacterias, células, genes en busca de cuerpos donde refugiarse... Y lo más bonito es que llevarán consigo parte de nuestra esencia y de nuestro esfuerzo”. Aquel era su consuelo ―decía―, su idea romántica de la vida.
       Las mimadas palabras de aquel “viajero frente a un mar de niebla” me abrieron la mente y, desde entonces, cada obstáculo que se me presenta se convierte en una muestra más de lo maravilloso del devenir de nuestra historia, en un empujón hacia la liberación de todas mis ataduras, en un golpe más de la vida para que me ponga en pie y siga caminando.

Ojalá fuese el polvo del camino
y los pies de los pobres me pisaran…
Ojalá fuese los ríos que corren
y hubiese lavanderas a mi orilla…
 
Ojalá fuese los chopos de la margen del río
y tuviera sólo el cielo por encima y el agua por debajo…
 
(…)
 
Mejor eso que ser el que va por la vida
mirando para atrás y sintiendo dolor…
 
Fernando Pessoa, Poemas de Alberto Caeiro
 
 
 
          Pegó un contundente golpe en la mesa y de un salto se puso en pie. El ensordecedor ruido de la silla arrastrándose por el suelo acalló aquella barahúnda; ya sólo se oía su furioso respirar, el murmullo de sus pensares y las llamaradas de su mirar.
 
         Salió de allí corriendo entre avergonzada y enajenada. Nunca había logrado que sus piernas respondieran de aquella manera, nunca. Estaba tan abstraída que era incapaz de ver a nadie, no podía oír ningún rumor ni oler el asfalto caliente.
 
          La ropa fue volviéndose cada vez más pesada sobre sus hombros y sentía que sus pies se incendiarían en cualquier momento. Sin parar de correr comenzó a desprenderse de sus ataduras y con cada prenda menos una bocanada de aire enrarecido encharcaba sus pulmones; por un segundo, el tiempo se paraba y su cuerpo dejaba de funcionar.
 
          Entonces, comenzó a evaporarse.
 
          Sus largos mechones rubios se enredaron como si de un rosal silvestre se trataran, de sus ojos brotaron gotas de lluvia y de su boca cantares de cuco, sus piernas se endurecieron hasta convertirse en rudas ramas de un árbol y sus dedos se deshicieron en fino polvo del camino. Desde entonces sería el susurro de las espigas secas mecidas por el viento y el color de alas de las mariposas, las gotas de rocío recorriendo una hoja fresca y el olor a tierra mojada tras la tormenta. Y pensó: ―Mejor esto que ser la que va por la vida mirando para atrás y sintiendo dolor…
 
 
Texto y modelo: Marilyn dos Santos
Fotografía: Yasmin Ferreras