La tierra se abrió y ella se convirtió en diosa de los Infiernos.

Leyenda del rapto de Perséfone/Proserpina, Mitología grecolatina

Al amanecer de los inviernos más fríos se puede percibir su llanto rasgado en el batir de alas de los cuervos. Hay mañanas en las que cada ráfaga de aire arrastra consigo una llamada de auxilio. A veces, entre los truenos de una tormenta se distinguen sus gritos de desesperación. Y ayer de madrugada, en el silicio del vacío, la encontré, casi desnuda, sollozando.

Me confesó que ha olvidado cuánto tiempo lleva regalando su libertad a la obscena mirada de su raptor, que ya ni siquiera recuerda dónde dejó el odio por aquel hombre y, lo que es peor, el amor por sí misma. Y sin embargo, aún hay noches en las que saca fuerzas para escapar del ponzoñoso ambiente del inframundo. Me contó que en los días de más trabajo en la fragua, esos en los que el poseedor de su voluntad cae rendido al atardecer, aprovecha el menor descuido para emerger de entre las sombras y renacer. Así, pasa las noches enteras en vela, respirando de la corriente de los ríos y bebiendo de la luz de las estrellas para que, al día siguiente, sobre un mar de rocío, salga el sol. Y ayer fue una de esas noches.

Después volvió a descender a los Infiernos, pero no sin antes pedirme compasión. Me dijo que en cada hoja seca acunada por el viento veamos una lágrima salada destiñendo el color de sus mejillas, que en cada gota de lluvia escurriéndose por una ventana descubramos el brillo de sus ojos encharcados de rabia y dolor y, sobre todo, me suplicó que en el resplandor de la nieve entendamos el fulgor de la libertad que sólo en primavera le llegará. 


Fotografía: Yasmin Ferreras

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