Era una de esas sofocantes tardes de verano, la ciudad entera estaba cubierta por un manto de nubes negras y pesadas y en las calles sólo se oía el sollozo de los árboles. Rendida ante el parón del tiempo y la espiral de silencio que me ahogaba, posé en el suelo el montón de libros de poesía que me sepultaban en la cama y descalza, caminé sigilosamente y salvando los muebles hasta el balcón. Allí, una brisa ligera me acarició la nuca y mi cuerpo entero se estremeció. Cerrando los ojos casi instintivamente, cogí tanto aire como pude y lo mantuve en mis pulmones un instante. Puedo volar, estoy segura de que podría flotar en este aire espeso —pensé convencida—. Cogí impulso y me senté sobre la barandilla helada. Sentí un fuerte escalofrío recorrer todo mi cuerpo de los pies a la cabeza y me quedé quieta durante unos minutos, casi muerta, saboreando la firmeza del hierro contra mis muslos. Sin vacilar, me puse en pie y abrí los brazos en cruz para dejar que el aire acariciara todos y cada uno de los rincones de mi cuerpo débil y casi desnudo. De repente, el torpe sonido de quien intenta a trompicones abrir una puerta me dejó sin aliento y con el corazón ardiendo, como si llevara sin latir días enteros. Abrí los ojos y me topé con el amanecer.
       Personas que ya le habían trasvasado lo mejor de sí mismos a su alma, vaso expectante, y el vaso seguía sin estar colmado.
Hermann Hesse, Siddhartha



Modelo y texto: Marilyn dos Santos
Fotografía: Yasmin Ferreras

1 comentario:

  1. Algo así debió inspirar a Edvard Munch para pintar "El grito", pero él fue un atardecer lo que le hizo sentir el grito enorme, infinito de la naturaleza.

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